miércoles, 26 de agosto de 2009

8.LA BATALLA DE TREBIA.



El temor se adueñó del Senado que ordenó al ejército que preparaba en Sicilia el asalto a Cartago volver a Italia inmediatamente. Escipión había llegado al valle y se había hecho cargo del mando de las legiones allí estacionadas y que esperaban partir hacia Hispania mientras el otro cónsul, Sempronio, se dirigía desde Sicilia al norte a marchas forzadas. En una escaramuza Escipión resultó herido, pero consiguió liberar a su caballería de una hábil trampa y se retiró, cruzó el Po y se atrincheró en las orillas del Trebia en espera de la llegada de Sempronio. Aníbal conocía a los dos cónsules. Escipión era un jefe reflexivo, impecable en su manera de llevar una campaña. Sempronio era un jefe demasiado impulsivo, y como sabía que los dos cónsules se turnaban cada día para ejercer el mando esperó a que el mando diario correspondiera a Sempronio para montar su trampa. En las escaramuzas de los días previos, Aníbal había hecho siempre retroceder a los suyos, lo que creó en los romanos una falsa sensación de superioridad. Una noche, Mago, el hermano de Aníbal, dejó el campamento púnico con 2.000 hombres para ocultarse en los ribazos de los arroyos cercanos. Al amanecer, Aníbal envió a su caballería númida a hostigar el campamento romano mientras sus hombres desayunaban y se preparaban cuidadosamente. Sempronio, que ese día ejercía el mando del ejército consular romano, envió la caballería romana contra los númidas, y al ver que éstos retrocedían pensó que había llegado el momento de acabar con Aníbal y envió a todo el ejército romano contra el campamento púnico. Los romanos no habían tenido tiempo de desayunar y tuvieron que formar sus líneas a toda prisa para cruzar un río medio helado con el agua a la cintura, tropezando y cayendo continuamente en las depresiones y llegando a la orilla empapados y medio helados. Entonces atacó Aníbal con la infantería en el centro y la caballería en las alas. Los jinetes númidas derrotaron a los jinetes romanos y cargaron contra los flancos de las legiones que se defendieron rabiosamente hasta que Mago sacó a sus 2.000 hombres de la emboscada y cayó por detrás de ellos. Los legionarios que consiguieron forzar las líneas púnicas tuvieron que volver a cruzar el Trebia. La mayoría de ellos, debilitados por el frío, el hambre y las heridas se ahogó en sus heladas aguas. Más de 20.000 romanos murieron en Trebia.

Escipión consiguió mantener la cabeza fría y llegar hasta su campamento con un grupo de supervivientes para retirarse después a Piacenza. Aníbal no pudo explotar su éxito porque una repentina tormenta de nieve ocultó a los supervivientes romanos. Tras la batalla, todas las tribus galas se unieron a Aníbal que se atrincheró para pasar el invierno. Un invierno que acabó con todos los elefantes supervivientes de los Alpes menos uno y con muchos de sus caballos. En Roma, durante el invierno paralizador de toda campaña, se alistaron 11 nuevas legiones con 100.000 hombres bajo el mando de los nuevos cónsules Flaminio y Gémino. Aníbal estudió a los dos jefes y decidió que el más fácil de engañar sería el impulsivo Flaminio, el hombre que había exterminado seis años antes a los ínsubros. La marcha de los púnicos a través de los pantanos para evitar ser detectados se convirtió en un infierno. La mayoría de los animales de carga murieron y Aníbal perdió un ojo.

La batalla de Trebia había demostrado, sin embargo, la superioridad del legionario sobre el infante cartaginés. La fuerza de los romanos se basaba en su infantería y en su población en constante aumento, que les permitía reclutar de continuo tropas frescas. Contando los contingentes aliados, podía disponer de cien mil combatientes. La situación, en cambio, era distinta para Aníbal: sus efectivos ordinarios disminuían de mes a mes y cada vez le era más difícil cubrir bajas. Sus refuerzos tenían que venir de Cartago o de España; además era imposible inculcar, en corto plazo, disciplina a las hordas célticas. Los galos eran excelentes en el ataque, pero, carentes de tenacidad, eran incapaces de resistir mucho tiempo; y no servían para las maniobras tácticas ni soportaban largas caminatas. Lo único con que Aníbal podía contar era con su excelente caballería y, desde luego, con su genio estratégico. Se veía en la necesidad de dar a la lucha un carácter dinámico y perseguir sin tregua al enemigo, pues los cartagineses, siendo menos, estaban perdidos si mantenían una guerra de posiciones.

Aníbal creyó que podría forzar la solución si lograba separar a Roma de sus aliados, e hizo lo posible para atraérselos: encadenó a los prisioneros romanos y dio libertad a los prisioneros aliados de Roma sin exigir rescate. Los libertados se encargarían de divulgar en sus países que Aníbal no luchaba contra Italia, sino contra Roma, que combatía por la libertad de todos los pueblos itálicos y prometía a las ciudades oprimidas la recuperación de su status previo a la ocupación romana.

Pese a todas las desgracias, Aníbal alcanzó su objetivo. Roma estaba amenazada por un peligro mortal. Para enfrentar a uno de los mayores genios militares del mundo, designó, sin embargo, a un hombre sin reputación de general: el cónsul Flaminio. Político especialista en cuestiones sociales, cuando tribuno se había opuesto al Senado y a los terratenientes, promulgando una excelente ley agraria para el bien del Estado, que repartía entre los campesinos romanos el extenso y fértil territorio situado al sur del Rubicón, casi deshabitado hasta entonces. Posteriormente, como censor, se había ganado la fama imperecedera, estableciendo una impresionante red de calzadas, entre ellas, la Vía Flaminia, que enlazó económica y militarmente la Galia cisalpina de Roma.