En África, Aníbal tuvo que vérselas con otro Escipión, el hijo de aquel cónsul al que tan brillantemente había derrotado en Trebia 16 años antes. En octubre de 202 Escipión, que a partir de entonces habría de conocerse con el sobrenombre de El Africano, destruyó al ejército cartaginés en la llanura de Zama. De nada valió el genio militar de Aníbal ya. Aníbal formó a sus 37.000 infantes en 3 líneas y a sus 5.000 jinetes en las alas, frente a los romanos dispuso 80 elefantes. Escipión dispuso sus 10 legiones (30.000 hombres) a la manera clásica, pero esta vez, la formidable caballería númida estaba del bando romano. Los romanos abrieron huecos en sus líneas para que los elefantes pasaran a través de ellos mientras los númidas derrotaban a los caballeros púnicos y, como hicieron sus padres en Cannas, volvieron para atacar la retaguardia, esta vez púnica. Aníbal escapó dejando 25.000 cartagineses muertos y 10.000 prisioneros. Los romanos perdieron 2.000 legionarios y 3.000 jinetes númidas.
Cartago pidió la paz. Escipión El Africano, hombre de excepcional talento, una de esas joyas humanas de la Historia, impidió que el rencoroso Senado romano impusiera sus draconianas condiciones a la derrotada Cartago atenuando en lo posible las cláusulas. Escipión no quería pasar a la Historia como el enterrador de Cartago y formuló una propuesta de paz que el Senado romano admitió. El Senado quería la cabeza de Aníbal, pero Escipión lo impidió. Lo que todo el ejército romano no había conseguido no lo iban a conseguir unos cuantos senadores rencorosos. Cartago tuvo que renunciar definitivamente a sus posesiones españolas, su armada, a excepción de 10 naves, fue entregada a los romanos que la incendiaron ante la ciudad, se prohibió a Cartago hacer la guerra contra sus vecinos sin permiso expreso de Roma y se fijó una indemnización de guerra de 10.000 talentos de plata (300.000 kilos) a pagar en 50 años. Además, tuvo que renunciar a parte de sus posesiones que pasaron a Masinisa, rey de los númidas, con lo que su territorio africano quedó muy mermado. Era una enormidad, pero al menos la ciudad conseguía sobrevivir. Aníbal regresó a Cartago amargado. Si el gobierno le hubiera apoyado en Italia la realidad ahora sería otra, pero no tuvo tiempo de amargarse del todo porque su popularidad entre el pueblo púnico despertó el temor de la oligarquía comercial púnica que gobernaba Cartago, esa casta infame que anteponía sus beneficios a cualquier otra cosa. Aníbal fue elegido sufete e inició una investigación que demostró que mientras el pueblo se arruinaba los oligarcas se enriquecían con sus negocios, llegando algunos incluso a comerciar de contrabando con Roma. Aníbal exigió la devolución de las cantidades robadas por los oligarcas al tesoro público e impidió que la indemnización de guerra se pagara subiendo los impuestos al pueblo. Los oligarcas enviaron una delegación a Roma que denunció a Aníbal ante el Senado, acusándolo de traicionar el tratado de paz y conspirar para crear un ejército con el que atacar Roma. Escipión, asqueado ante tan repugnante traición, trató de impedir aquella atrocidad, y muy probablemente fue él quien avisó a Aníbal de lo que se tramaba, lo que le permitió huir de Cartago cuando el gobierno púnico estaba a punto de detenerle para entregarle a los romanos. El gobierno cartaginés le condenó a muerte en rebeldía, le confiscó todas sus posesiones y arrasó hasta los cimientos su casa. Aníbal huyó al Asia Menor donde sirvió como general mercenario, pero las garras de la Loba le persiguieron, azuzadas por el rencor de los oligarcas cartagineses, hasta que al fin, viejo y cansado, fue detenido por el rey de Bitinia. Cuando los embajadores romanos llegaron para llevárselo el viejo general se suicidó. "Libremos a los romanos de sus preocupaciones". Dijo antes de expirar.
Cartago pidió la paz. Escipión El Africano, hombre de excepcional talento, una de esas joyas humanas de la Historia, impidió que el rencoroso Senado romano impusiera sus draconianas condiciones a la derrotada Cartago atenuando en lo posible las cláusulas. Escipión no quería pasar a la Historia como el enterrador de Cartago y formuló una propuesta de paz que el Senado romano admitió. El Senado quería la cabeza de Aníbal, pero Escipión lo impidió. Lo que todo el ejército romano no había conseguido no lo iban a conseguir unos cuantos senadores rencorosos. Cartago tuvo que renunciar definitivamente a sus posesiones españolas, su armada, a excepción de 10 naves, fue entregada a los romanos que la incendiaron ante la ciudad, se prohibió a Cartago hacer la guerra contra sus vecinos sin permiso expreso de Roma y se fijó una indemnización de guerra de 10.000 talentos de plata (300.000 kilos) a pagar en 50 años. Además, tuvo que renunciar a parte de sus posesiones que pasaron a Masinisa, rey de los númidas, con lo que su territorio africano quedó muy mermado. Era una enormidad, pero al menos la ciudad conseguía sobrevivir. Aníbal regresó a Cartago amargado. Si el gobierno le hubiera apoyado en Italia la realidad ahora sería otra, pero no tuvo tiempo de amargarse del todo porque su popularidad entre el pueblo púnico despertó el temor de la oligarquía comercial púnica que gobernaba Cartago, esa casta infame que anteponía sus beneficios a cualquier otra cosa. Aníbal fue elegido sufete e inició una investigación que demostró que mientras el pueblo se arruinaba los oligarcas se enriquecían con sus negocios, llegando algunos incluso a comerciar de contrabando con Roma. Aníbal exigió la devolución de las cantidades robadas por los oligarcas al tesoro público e impidió que la indemnización de guerra se pagara subiendo los impuestos al pueblo. Los oligarcas enviaron una delegación a Roma que denunció a Aníbal ante el Senado, acusándolo de traicionar el tratado de paz y conspirar para crear un ejército con el que atacar Roma. Escipión, asqueado ante tan repugnante traición, trató de impedir aquella atrocidad, y muy probablemente fue él quien avisó a Aníbal de lo que se tramaba, lo que le permitió huir de Cartago cuando el gobierno púnico estaba a punto de detenerle para entregarle a los romanos. El gobierno cartaginés le condenó a muerte en rebeldía, le confiscó todas sus posesiones y arrasó hasta los cimientos su casa. Aníbal huyó al Asia Menor donde sirvió como general mercenario, pero las garras de la Loba le persiguieron, azuzadas por el rencor de los oligarcas cartagineses, hasta que al fin, viejo y cansado, fue detenido por el rey de Bitinia. Cuando los embajadores romanos llegaron para llevárselo el viejo general se suicidó. "Libremos a los romanos de sus preocupaciones". Dijo antes de expirar.
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